La dominacion en J. S. Mill

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sábado, 5 de abril de 2008

LA DOMINACIÓN EN JOHN STUART MILL

por Ricardo Etchegaray

Dominación y política, La Plata, Ediciones Al Margen, 2000

Introducción

John Stuart Mill (1806-1873) fue un filósofo, lógico, moralista y economista británico. Nació en Londres el 20 de mayo de 1806 y murió en Aviñón el 8 de mayo de 1873. Su padre, James Mill, lo sometió a una formación inusual que se inició a los tres años con estudios de la lengua griega. A los 17 años, John Stuart había adquirido conocimientos avanzados en ciencias naturales, lenguas clásicas, psicología, derecho y filosofía. Trabajó como empleado de la oficina de inspección de la Compañía de las Indias, ocupando distintos cargos hasta que se retiró en 1858, cuando la compañía se disolvió. Se trasladó Saint Véran en Francia, donde residió el resto de su vida (salvo un breve período entre 1865 y 1868 en que cumplió funciones de diputado en el Parlamento). En su actividad parlamentaria defendió la educación obligatoria, la igualdad de las mujeres y el sufragio femenino (en 1869 publicó un ensayo Sobre la esclavitud de las mujeres), el control de la natalidad y otras propuestas consideradas radicales para la época. La obra científica de John Stuart Mill es muy amplia. En 1836 publicó una sistematización de las doctrinas utilitaristas de su padre y de Jeremy Bentham titulada El Utilitarismo. Estudió economía política y luchó por la mejora de las condiciones de los trabajadores, publicando Principios de economía política en 1848. Al año siguiente publicó el ensayo Sobre la libertad, en el que basaremos nuestras tesis sobre el concepto de dominación.

El dominio como coerción sobre la libertad individual

C. B. McPherson afirma que con John Stuart Mill la democracia se convierte en un modelo moral[1]; es decir, ya no se trata de definir y analizar la libertad tal como se da en los hechos sino de construir un concepto de la libertad deseable. Aceptando la realidad existente y las condiciones dadas, ¿cómo podría alcanzarse la libertad que deseamos? El problema que se le presenta a Mill es que la exigencia de la libertad deseable es incompatible con las desigualdades existentes, aunque las creía accidentales y remediables[2]. Sostenía que la sociedad podía y debía ser (aunque no lo era todavía, y por eso no aceptaba la sociedad capitalista existente) una comunidad de personas que ejercitaran y desarrollaran plenamente sus capacidades humanas.
En 1859, publicó un ensayo titulado Sobre la libertad, compuesto de cinco capítulos. El primer capítulo es una introducción en la que se trata de determinar el objeto de estudio y aproximarse a una definición del concepto entendido como “libertad individual”[3]. El capítulo siguiente encara el tema de la libertad de pensamiento y de discusión, desarrollando cuatro argumentos por los cuales se trata de probar que una amplia libertad sería más útil y beneficiosa en cualquier situación posible[i]. El capítulo tercero argumenta en favor del desarrollo de la individualidad como útil al bienestar común. Se examina si es beneficioso que “los hombres sean libres de conducirse en la vida según sus opiniones, sin que los demás se lo impidan física o moralmente, y siempre que sea a costa de su exclusivo riesgo y peligro”[4]. En este capítulo trata de argumentar no sólo sobre la utilidad de la variación de las opiniones, sino también sobre la de la diversidad de los modos de vida. El capítulo cuarto busca determinar los límites que diferencian el ámbito propio de la libertad individual del ámbito propio de los derechos y los deberes sociales. Como resultado de ello se encuentran las dos máximas siguientes:

“Primera, que el individuo no debe dar cuenta de sus actos a la sociedad, si no interfieren para nada los intereses de ninguna persona más que la suya. El consejo, la instrucción, la persuasión y el aislamiento, si los demás lo juzgan necesario a su propio bien, son los únicos medios de que la sociedad puede valerse legítimamente para testimoniar su desagrado o su desaprobación al individuo; segunda, que, de los actos perjudiciales a los intereses de los demás, el individuo es responsable y puede ser sometido a castigos legales o sociales, si la sociedad los juzga necesarios para protegerse”[5].

El capítulo quinto, por último, trata de desarrollar las aplicaciones de estas máximas en la práctica concreta y cómo ello sería beneficioso.

El ámbito propio de la libertad individual

En las primeras líneas del capítulo introductorio se define el objeto de estudio como “la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo”[6]. No se trata de la dialéctica metafísica entre el libre albedrío y la necesidad sino de la lucha entre libertad y autoridad.
En la historia anterior a la época moderna el concepto de libertad fue entendido como “la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos”, pues la autoridad, peligrosa aunque necesaria, era ejercida sin el consentimiento de los gobernados. En la modernidad, Hobbes había fundamentado conceptualmente la soberanía como única garantía de seguridad para la autoconservación de los individuos y Locke había mostrado la necesidad de poner límites al absolutismo por medio del derecho[ii]. Al concebirse que el poder emanaba de la voluntad del pueblo, que los gobernantes debían representar los intereses y la voluntad de la nación y que podían ser revocables, se creyó encontrar un fundamento seguro para la libertad individual, pues como el poder de los gobernantes no es sino el poder delegado de la nación, ésta “no tenía necesidad alguna de ser protegida contra su propia voluntad”. Sin embargo, pronto se llegó a ver que “el «pueblo» que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el gobierno de sí mismo de que se habla no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino de cada uno por los demás”. A partir de estas consideraciones, Mill delimita el problema de la dominación que desea considerar:
“La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder”[7].

John Stuart Mill alerta contra la dominación de “la tiranía de la mayoría”, cuyos efectos nocivos son mucho mayores que los de la opresión legal, la punto de llegar a “encadenar el alma”[8]. La tiranía de la mayoría no es de orden legal sino moral y si bien sus sanciones son menos fuertes que las penales, es más difícil de evadir[9].

“No basta, pues, con una simple protección contra la tiranía del magistrado. Se requiere, además, protección contra la tiranía de las opiniones y pasiones dominantes; contra la tendencia de la sociedad a imponer como reglas de conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas [...]; contra su tendencia a obstruir el desarrollo e impedir, en lo posible, la formación de individualidades diferentes, y a modelar, en fin, los caracteres con el troquel del suyo propio”.
No se trata de un problema metafísico ni teórico, sino de una pregunta práctica: cuál es el límite para la acción legítima de la opinión colectiva (sin la cual no existe cohesión social) sobre la independencia individual; en otras palabras: “cómo coordinar adecuadamente la independencia individual y el control social”[10].
Cada sociedad y cada época tiene por evidentes y justificadas en sí mismas las propias reglas de conducta determinadas por la costumbre, pero si no es posible fundar en razones una opinión no podrá encontrarse un basamento que no sea caprichoso y arbitrario, pues las costumbres y la moral pública se derivan de los intereses de la clase dominante (sea una minoría o la mayoría).
El único caso histórico que ofrece un ejemplo de defensa del derecho a la disidencia individual frente a la aspiración de la sociedad a ejercer su autoridad proviene curiosamente del ámbito religioso: el principio de tolerancia (que, sin embargo, no ha sido efectivo sino allí donde arraigó la indiferencia religiosa).
John Stuart Mill propone el siguiente principio para determinar el límite de la acción legítima de la opinión colectiva:

“El único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de la comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar[iii] a los otros; pero el bien de este individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente. Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más dichoso, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Estas son buenas razones para discutir con él, para convencerle o para suplicarle, pero no para obligarle a causarle daño alguno si obra de modo diferente a nuestros deseos. Para que esta coacción fuese justificable, sería necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de otro. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano”[11].

Si se pudiera establecer con certeza el verdadero fin o bien del hombre, entonces, sería lícito regular su conducta para que se adecue a ese bien; pero como los seres humanos son seres falibles, lo que se considera verdad para una época puede revelarse como error para otra y, consecuentemente, hay que considerar que toda verdad es provisional. El hombre –dice Mill- es un “ente progresivo”[12]. Por lo tanto, lo que se considere como el fin o el bien del hombre para una época o cultura determinada puede no serlo verdaderamente. De estas consideraciones se deriva la caracterización provisoria e imprecisa de los contenidos de la libertad, pero que debe incluir la potencialidad, capacidad o virtualidad de cada individuo, las cuales no pueden ser impedidas o coartadas sin perjudicar su libertad.
Mill advierte que esta doctrina es válida sólo para los seres humanos que se hallen en la plenitud de sus facultades y no para los niños, los adolescentes o los que pertenecen a las sociedades atrasadas, los que deben ser cuidados tanto de los demás como de ellos mismos, por lo que es legítimo valerse hasta del dominio despótico para “civilizarlos”[13]. Se podría decir que el liberalismo de Mill se extiende exactamente hasta el límite de su etnocentrismo, pero yendo más allá de esta descalificación, ¿podría aceptarse el principio sin las exclusiones? El desarrollo del principio de la libertad supone cierto grado de madurez individual o cierto estadio de desarrollo de la civilización, sin los cuales aquél “no tiene aplicación”[14]. Sólo los individuos maduros y los pueblos civilizados pueden y merecen ser libres. Ello es así porque el hombre es un “ente progresivo” cuyos intereses permanentes son los determinados por el valor de la utilidad, el cual es relativo a cierto grado de desarrollo.
¿Cómo se define –desde esta perspectiva- la esfera propia de la libertad? Escribe Mill:

“[La región propia de la libertad humana] comprende, en primer lugar, el dominio interno de la conciencia, exigiendo la libertad de conciencia en el sentido más amplio de la palabra, la libertad de pensar y de sentir, la libertad absoluta de opiniones y sentimientos, sobre cualquier asunto práctico, especulativo, científico, moral o teológico.
La libertad de expresar y de publicar las opiniones puede parecer sometida a un principio diferente [del que rige la libertad de conciencia], ya que pertenece a aquella parte de la conducta de un individuo que afecta a sus semejantes[15]; pero dado que es de casi tanta importancia como la libertad de pensamiento y reposa en gran parte sobre las mismas razones, estas dos libertades son inseparables en la práctica. En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta disparatada, perversa o errónea. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo resulta, dentro de los mismos límites, la libertad de asociación entre los individuos; la libertad de unirse para la consecución de un fin cualquiera, siempre que sea inofensivo para los demás y con tal que las personas asociadas sean mayores de edad y no se encuentren coaccionadas ni engañadas. [...] La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentamos privar de sus bienes a otros o frenar sus esfuerzos para obtenerla[16]. Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie humana ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que no obligarle a vivir como guste al resto de sus semejantes”[17].

En síntesis: el principio de la libertad se determina como (1) libertad de conciencia y de expresión, (2) libertad en el modo de vida, y (3) libertad de asociación; y la justificación de este principio se sostiene en la utilidad.

El dominio como tiranía de la opinión pública y como despotismo de las costumbres

Aun cuando en la modernidad se ha avanzado mucho en la aceptación del principio de la libertad, porque la extensión cada vez mayor de las comunidades políticas debilitó el control social sobre la esfera privada y porque la separación de la autoridad del Estado de la autoridad religiosa impidió la intervención de la ley en los detalles de la vida privada, los mecanismos de represión moral se han fortalecido y avivado ante el peligro de disolución social, de modo tal que el poder social sobre los individuos se extiende cada vez más.
El principio de la libertad de conciencia supone que ningún individuo, grupo o pueblo puede legítimamente ejercer coerción sobre el pensamiento o la opinión (ni sobre sus expresiones) de cualquier individuo. Prohibir una opinión por considerarla falsa es suponer que la propia es verdadera, pero esto no es lícito porque los seres humanos son seres falibles. La falibilidad es reconocida por todos “en teoría” (es decir, de palabra), pero “en la práctica” (es decir, en los hechos) se acepta el criterio de la propia comunidad a la que se identifica con “el mundo”. Es decir, los hombres se declaran finitos, imperfectos y falibles, pero actúan como si no lo fueran, pues de hecho suponen que los valores y criterios de su cultura o comunidad son verdaderos. Se podría argumentar que como de todos modos hay que obrar, se lo hará de acuerdo a las convicciones propias cuando hayan sido cuidadosamente puestas a prueba. Pero

“existe una gran diferencia entre presumir que una opinión es verdadera, porque a pesar de todas las tentativas hechas para refutarla no se consiguió, y afirmar la verdad de ella a fin de no permitir que se la refute. La libertad completa de contradecir y desaprobar nuestra opinión es la única condición que nos permite suponer su verdad en relación a fines prácticos; y un ser humano no conseguirá de ningún otro modo la seguridad racional de estar en lo cierto”[18].

En contra de los supuestos de los filósofos de la Ilustración, J. S. Mill sostiene que no es posible establecer principios prácticos o morales universales infalibles. Si la conducta de los hombres se ha hecho progresivamente más racional es debido a su capacidad de “rectificar sus errores por la discusión y la experiencia. No solamente por la experiencia, ya que es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser interpretada la experiencia”[19]. El hombre sabio es el que más ha puesto a prueba sus opiniones[20].
Otra objeción contra la libertad de opinión consistiría en afirmar que es necesario proteger una opinión no porque se esté seguro de su verdad sino por su utilidad social, pero lo útil como lo verdadero sólo puede conocerse de modo falible[21]. Se podría contraargumentar que la persecución es una prueba que debe sufrir la verdad, pues si es realmente verdad se sobrepondrá y si no lo es nos libraremos de un error perjudicial; pero la verdad –dice Mill- no posee “un poder esencial para prevalecer contra mazmorras y persecuciones”, su única ventaja sobre el error es que siempre encontrará a alguien para descubrirla en el transcurso de los siglos.
Pero –para J. S. Mill- lo característico de su época es que ya no es necesario reprimir a los disidentes. A diferencia de la época de Sócrates o de los primeros cristianos, nadie es ya condenado a muerte por sus opiniones, pero éstas tampoco logran salir de los círculos académicos reducidos, sosteniendo de ese modo “cierto estado de cosas muy deseable para ciertos espíritus, ya que mantiene las opiniones preponderantes en una calma aparente”[22]. El costo de esta tolerancia es el mantenimiento del status quo.

“Ésta es la especie de hombres que se puede esperar, bajo semejante régimen: o puros esclavos del lugar común, o servidores circunspectos de la verdad [establecida], cuyos argumentos sobre las grandes cuestiones serán los que convengan a las características de su auditorio, sin que sean precisamente los que llevan grabados en su pensamiento”[23].

Al no poder estar seguros de la verdad, la falta de discusión es un síntoma de debilitamiento y pérdida de vitalidad de una doctrina. Por ello es saludable la proliferación de opiniones diversas y la afirmación de la individualidad[24]. Sin embargo, ¿es también deseable la diversidad de formas de vida? Mill advierte, siguiendo a Humboldt, que el desarrollo de la individualidad supone dos requisitos: “libertad y variedad de situaciones”, porque, como toda otra habilidad, no puede incrementarse sin ejercicio. Los impulsos y los deseos no son en sí mismos malos, sino la fuerza que conduce tanto al mal como al bien. Si se reprimen, no sólo se incapacita para el mal sino también para el bien. Como “la sociedad se ha apropiado ahora de lo mejor de la individualidad, (...) el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es ya el exceso, sino la falta de impulsos y de preferencias personales”. Las conductas y las preferencias individuales terminan así siendo moldeadas por la fuerza de la costumbre. El dominio de la opinión pública es el dominio de la masa, que se identifica con el dominio de la mediocridad.

En nuestros días –dice J. S. Mill-, todos los hombres, desde el primero hasta el último de la sociedad, viven bajo la mirada de una censura hostil y temible. No sólo en lo que concierne a otros, sino también en lo que concierne a sí mismos, el individuo o la familia no se preguntan: ¿qué prefiero yo?, ¿qué convendría a mi carácter y a mis disposiciones?, ¿qué es lo que serviría mejor y daría más oportunidades a que se desarrollasen mis facultades más elevadas?; pero sí se preguntan: ¿qué es lo que conviene a mi situación, o ¿qué hacen generalmente las personas de mi posición y de mi fortuna?, y lo que es peor, ¿qué suelen hacer personas de una posición y fortunas superiores a las mías? No pretendo decir con esto que prefieran la costumbre a lo que va de acuerdo con su inclinación personal: lo que ocurre, en realidad, es que no conciben gusto por otra cosa que no sea lo acostumbrado.
De esta forma el espíritu humano se curva bajo el peso del yugo; incluso en las cosas que los hombres hacen por puro placer, la conformidad con la costumbre es su primer pensamiento...[25]

Mill encuentra (como lo hará Foucault en sus últimos trabajos), que la doctrina cristiana en general y la calvinista en particular, alienta la negación de sí, a diferencia de las concepciones de los paganos griegos y romanos, que propiciaban la afirmación de sí. Así como Adam Smith había mostrado que liberar a la nación del dominio colonial era beneficioso no sólo para el colonizado sino también para la metrópoli, así liberar a los individuos del yugo de las costumbres no sólo es útil para los individuos sino para la sociedad en su conjunto. El único correctivo que podría servir de contrapeso al dominio de la opinión pública y de la mediocridad es el desarrollo de la individualidad y ello sólo es posible sobre la base de la “libertad y variedad de situaciones”, porque “personas diferentes requieren condiciones diferentes para su desarrollo espiritual”[26].
El dominio contra el que lucha John Stuart Mill es el de la “tiranía de la opinión pública” y el del “despotismo de la costumbre”, en cuanto se muestran como “un obstáculo que se opone al avance humano”; es decir, al “espíritu de libertad” o al “espíritu de progreso”.

A lo más que debiera aspirar un hombre así [los héroes o grandes hombres] es a la libertad de mostrar el camino. El poder de forzar a los demás a seguirle, no sólo es incompatible con la libertad y el desenvolvimiento de todos los demás, sino que corrompe al mismo hombre fuerte. Parece, sin embargo, que cuando las opiniones de masas compuestas únicamente de hombres de tipo medio llegan a ser dominantes, el contrapeso y el correctivo de su tendencia habrá de ser la individualidad más acentuada de los pensadores más eminentes. (...) Ahora, el simple ejemplo de no conformidad, la simple negación a arrodillarse ante la costumbre, constituye en sí un servicio. Precisamente porque la tiranía de la opinión considera como un crimen toda excentricidad, es deseable que, para derribar esta tiranía, haya hombres que sean excéntricos[27].

Como A. de Tocqueville, J. S. Mill advierte la tendencia histórica hacia la igualación y la nivelación. Ve en este movimiento un síntoma de la lucha que “constituye el interés principal en la historia de la humanidad”[28] y la principal amenaza para la libertad. Su respuesta a la tendencia a la nivelación y al dominio de la mediocridad es moral y cultural: incentivar la proliferación de las diferencias, creando condiciones más favorables al desarrollo de la libertad.

TEXTO FUENTE (lectura obligatoria):

Mill, J. S., Sobre la libertad, Madrid, Hyspamérica, 1980, capítulos 1 y 4.

NOTAS:
[1] Cf. Macpherson, C.: La democracia liberal y su época, Buenos Aires, Alianza Editorial, 1991, pp. 58-86.
[2] Mill no eludió el problema de las condiciones económicas de la libertad, sino que lo afrontó y trató de resolverlo en su obra sobre economía política.
[3] A diferencia de Locke, Mill busca una definición positiva de la libertad, en la que se determine el contenido de ésta, el bien o el fin que se persigue. “El fin del hombre... tal como lo prescriben los decretos eternos de la razón, consiste en el desarrollo amplio y armonioso de todas sus facultades en su conjunto completo y coherente” (G. de Humboldt: Esfera y deberes del gobierno, citado por Mill, J. S.: Sobre la libertad, traducción de Josefa Sainz Pulido, Madrid, Hyspamérica, 1980, p. 73).
[4] Mill, J. S.: 1980, p. 71.
[5] Mill, J. S.: 1980, p. 106.
[6] Mill, J. S.: 1980, p. 23.
[7] Mill, J. S.: 1980, p. 25.
[8] Mill, J. S.: 1980, p. 26.
[9] Con John Stuart Mill el problema de la dominación se desplaza nuevamente hacia el ámbito moral de la eticidad, de las costumbres en relación con la interioridad de los sujetos.
[10] Mill, J. S.: 1980, p. 26. Énfasis nuestro.
[11] Mill, J. S.: 1980, p. 30. Énfasis nuestro. Otra formulación del mismo principio es la siguiente: “La imposición, ya sea en forma directa, ya bajo la de penalidad por la no observancia, no es ya admisible como medio de hacer el bien a los hombres; esta imposición sólo es justificable si atendemos a la seguridad de unos individuos respecto de otros” (Ibídem, p. 31).
[12] Como Hegel y Marx, J. S. Mill concibe al hombre como un ser que se hace en la historia, pero a diferencia del primero, no considera que la historia haya llegado a su fin y que la esencia humana ya se haya cerrado o concluido, a diferencia del segundo, no cree que el ser humano se constituya a través de las relaciones sociales objetivas sino a partir de la creatividad subjetiva y de las diferencias individuales.
[13] J. S. Mill retoma en este lugar la argumentación aristotélica del libro I de la Política relativa a la relación padre-hijo y la extiende a la relación sociedades civilizadas-sociedades atrasadas o inmaduras.
[14] “La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento en que la especie humana es capaz de mejorar sus propias condiciones por medio de una libre y equitativa discusión” (Mill, J.S.: 1980, p. 31).
[15] Cf. nota final sobre la distinción entre «producir efectos» y «perjudicar».
[16] La definición de libertad que aquí se nos ofrece es, a diferencia de la de Locke, positiva porque está en relación a un bien; pero se distingue de las definiciones de los antiguos en las que la libertad estaba ligada al bien común y no a «nuestro propio bien».
[17] Mill, J. S.: 1980, pp. 32-3. Énfasis y corchetes nuestros.
[18] Mill, J. S.: 1980, p. 39.
[19] Mill, J. S.: 1980, p. 40.
[20] J. S. Mill anticipa aquí el criterio de objetividad popperiano, consistente en la publicidad y la libertad de crítica de la comunidad científica.
[21] “Entiendo por infalibilidad el tratar de decidir por los demás una cuestión, sin que se les permita escuchar lo que se puede decir en contra” (Mill, J. S.: 1980, p. 43).
[22] Mill, J. S.: 1980, p. 50.
[23] Mill, J. S.: 1980, pp. 50 y 51. Corchetes nuestros.
[24] Cf. Mill, J. S.: 1980, pp. 71-2. Siguiendo a Mill, P. Feyerabend sostendrá que el “principio de proliferación” es el único que podría preservar la capacidad creativa e investigativa de la ciencia contemporánea (cf. Feyerabend, P.: Contra el método, traducción de Francisco Hernán, Editorial Planeta-Agostini, Barcelona, 1994).
[25] Mill, J. S.: 1980, p. 76.
[26] Mill, J. S.: 1980, p. 82.
[27] Mill, J. S.: 1980, pp. 81-2. Corchetes nuestros.
[28] Mill, J. S.: 1980, p. 85.
[i] Los cuatro argumentos desarrollados por John Stuart Mill son los siguientes:
“Primero, aunque una opinión sea reducida al silencio, puede muy bien ser verdadera; negarlo equivaldría a afirmar nuestra propia infalibilidad.”
“En segundo lugar, aun cuando la opinión reducida al silencio fuera un error, puede contener, lo que sucede la mayor parte de las veces, una porción de verdad; y puesto que la opinión general o dominante sobre cualquier asunto raramente o nunca constituye toda la verdad, no hay otra oportunidad de conocerla por completo más que por medio de la colisión de opiniones adversas.”
“En tercer lugar, incluso en el caso en que la opinión recibida de otras generaciones contuviera la verdad y toda la verdad, si no puede ser discutida vigorosa y lealmente, se la profesará como una especie de prejuicio, sin comprender o sentir sus fundamentos racionales. Y no sólo esto, sino que, en cuarto lugar, el sentido mismo de la doctrina estará en peligro de perderse, o de debilitarse, o de ser privado de su efecto vital sobre el carácter y la conducta; ya que el dogma llegará a ser una simple fórmula, ineficaz para el bien, que llenará de obstáculos el terreno e impedirá el nacimiento de toda convicción verdadera, fundamentada en la razón o en la experiencia personal” (Mill, J.S.: 1980, p. 68).
[ii] “Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se encargara de contener la voracidad de las otras [Hobbes]. Pero como el rey de los buitres no estaba menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo constante, contra su pico y sus garras. Así que los patriotas tendían a señalar límites al poder de los gobernantes: a esto se reducía lo que ellos entendían por libertad. Y lo conseguían de dos maneras: en primer lugar, por medio del reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos; su infracción por parte del gobernante suponía un quebrantamiento de su deber y tal vez el riesgo de suscitar una resistencia particular o una rebelión general. Otro recurso, de fecha más reciente, consistió en el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de determinada corporación, supuesta representante de sus intereses, llegaba a ser condición necesaria para los actos más importantes del poder [Locke]” (Mill, J. S.: 1980, p. 24. Corchetes nuestros).
[iii] Es necesario distinguir “perjudicar” de “producir un efecto”. Teniendo en cuenta que se está analizando la libertad social, la que supone relaciones sociales, es inevitable que las acciones individuales no “causen efectos” en los otros o que no los afecten de alguna manera. Sin embargo, los efectos pueden ser beneficiosos o perjudiciales. Son beneficiosos cuando producen un bien en el otro y perjudiciales cuando producen un mal. En este sentido, tanto el producir un bien como producir un mal podrían impedir un desarrollo potencial del otro y, en consecuencia, serían una coerción de su libertad. Para Mill, el significado de “perjudicar” no hace referencia a “producir un efecto bueno o malo” (perjudicar en el significado usual y general del término) sino que significa “una coerción ilegítima contra la libertad del otro”, “impedir que una capacidad o potencialidad en el otro se desarrolle”. De acuerdo a este significado, la sociedad no tiene derecho a impedir que un individuo se drogue o se embriague, porque el individuo es soberano sobre estas acciones que le competen sólo a sí mismo, aunque de ellas se deriven efectos que podamos considerar nocivos para otros (por ejemplo, para los que le aman). Sin embargo, estos efectos no son “perjuicios”, en el significado que Mill le da al término, porque no coartan la libertad de los otros.